En sus ocho años de ciclista profesional, Johan van Summeren solo ha levantado dos veces los brazos como ganador de una carrera. La primera fue hace cuatro años, una victoria en la Vuelta a Polonia de la que solo se acuerdan sus familiares y los muy aficionados; la segunda, en el velódromo de Roubaix, justifica toda una vida. "¿Te quieres casar conmigo?", le dijo desde lo alto de sus dos metros huesudos y encorvados -dejándose llevar por la magia del momento, el aire tibio, la luz, la primavera, la emoción, la adrenalina- a su novia, que esperaba la llegada del guerrero en la hierba de la pelousse del recinto que pone fin al Infierno del Norte. No conocemos la respuesta de la chica, que seguramente sería afirmativa pues poco después el corredor belga prosiguió: "Por supuesto, en lugar de anillo de pedida le regalaré un adoquín...". Lo dijo y siguió tosiendo, expulsando miasmas negras, el recuerdo del polvo que respiró durante kilómetros de caminos rurales un domingo caluroso y seco.
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Historias y personajes como estos hacen grandes a este deporte del ciclismo, historia, nobleza, templanza, esfuerzo y concentración, son algunas de las palabras que pueden definir al que, para muchos, es el deporte más duro del mundo, y en que sus propias normas no permiten brillar a gregarios que hacen un durísimo trabajo a la sombra para que en sus días de gloria brillen como siempre los cabezas de equipo, esta es la recompensa a un hombre sencillo, luchador y sobre todo amante de su vida, su deporte por el que lo ha dado todo y que con un trozo de piedra, el más cotizado del panorama ciclista, pidió matrimonio a su novia al conseguir lo que jamás nadie le creyó capaz de conseguir.
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